Por Armienne
Amo mi país. Amo su gente, nuestra idiocincracia, nuestra cultura, esta forma tan desenfadada y ligera que nos caracteriza. Amo mi país porque es un trozo de tierra con un puñado de gente que seduce a la vida y la alegría por sobre todas las cosas, un puñado de gente que se ha dedicado décadas y generaciones a intentar ser felices, sin importar lo fallido de tantos intentos.
Y porque lo amo me duelo por él. Y porque es parte de mi me entristece ver sus pasos en falso, su lucha cotidiana, el desgaste. La gente de mi tierra vive a diario una lucha por la supervivencia; cada día es un desafío desde que amanece y buscas en el refrigerador lo que has de desayunar; cuando sales a la calle para sortear un trasporte público que te llevará a tu trabajo en el que te esforzarás todo un mes para recibir al final un salario que no te alcanzará ni para empezar a pensar en qué lo gastarás; cuando sales de éste y vas a recoger a tus hijos en un centro educacional que haría sollozar a muchas madres; cuando regresas luego a casa y has de enfrentarte nuevamente al mismo refrigerador que te devastó los sesos en la mañana y ves que no ayudaron en nada las horas transcurridas, y finalmente cuando te vas a dormir pensando en que mañana te espera la misma rutina.
La gente de mi país vive una juglaresca lucha en las compras de cada día, donde cada cosa te cuesta el doble de su realidad haciéndose eco de la “lucha” del que vende, en la que el comprador se convierte en abonador involuntario de un “impuesto”, quiéralo o no: al de la bodega que tiene una pesa minusválida que cojea siempre a su favor, emparentada con la pesa del vendedor del agromercado cuya discapacidad es aun mayor y que sirven además a estos seres que sufren el síndrome de la alteración de precios.
La vida de mis coterráneos –y la mía propia– es un desgaste lento, tanto físico como psicológico provocado por la encarnizada imposición de avanzar dando pasos en el mismo lugar, sin opciones y sin libertad.
No es ésta solo una queja antigubernamental, no es ésta solo una proclama antipresidencial y fobia al verde olivo; no voy en contra de nadie, sino a favor de todos, a favor de los que padecen la tiranía más cruel y prolongada de nuestra historia.
Por sobre todas estas cosas amo a mi pueblo, amo a mi gente, porque aun atados en tantas cosas tenemos la libertad suficiente para hacer de las mas tristes vicisitudes un chiste, por esta capacidad de burlarlo todo haciendo del mayor problema social un cuento de “Pepito”. Amo a mi gente porque no deja de hacer fiestas y bailar al ritmo del “palo y la lata”, porque cuando sale una lágrima la limpia con el dorso de la mano y muestra una sonrisa esplendida que saca de debajo de la manga, donde guarda siempre un poco de buen humor para los tiempo difíciles. Amo a mi gente porque no deja de sentarse en un parque cualquiera a discutir de béisbol con la pasión de quien defiende una causa vital; y no deja de hacer de un desconocido un amigo con la simple conversación que nace en la kilométrica cola para comprar cualquier cosa necesaria, o no tan necesaria.
Mi país es parte de mí, y no lo cambiaría por ningún otro. Tiene que mejorarse en sí mismo, no asumir otra identidad.¡No! Somos Caribe, somos Antillas, somos Cuba. Y si estos veinte años sin pisar mi tierra me han hecho ver que no hay cambio en la esperanza de la palabra sino en el hacer, también me han mostrado que no hay satisfacción en lo que otros hacen por ti sino en lo que tu eres capaz de hacer por ti mismo.
Así, ésta, mi Isla, ha de crecerse por sí sola, con su gente empujando hacia arriba, sin garras externas, sin pudriciones internas. Un día he de verla erguida como la palma que la representa, colorida como su ave, perfumada y radiante como su flor. Y entonces podré poner mi mano en el corazón y podré besarle con un susurro: te amo mi Cuba hermosa, siempre te amé y hoy más que nunca porque eres libre.
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